martes, 19 de agosto de 2008

“¿No quiere que le lleve el paquetito?”

Mi abuelo paterno, en un intento descarado y valeroso, conquistó a mi abuela con tal proposición, en un trolebús que iba de Rosario a San Lorenzo. Corrían los años cuarenta, ella llevaría unas masas a la casa de su hermana y, a partir de entonces, dejaría de ser la solterona de 28 años.

Mis otros abuelos tuvieron un amor arreglado. En la foto puede verse a mi tatarabuela junto a sus pequeñuelos y en el dorso se lee la dedicatoria escrita para quien era su amiga y sería mi bisabuela “A la señora Faustina G. de Verón en testimonio de mi aprecio. Abril de 1898”. Años más tarde, casarían a su nieta e hijo, respectivamente, pese a que se llevaran más de diez años.

Mi madre conoció a mi padre en el umbral de la puerta de la casa de mi bisabuela. El mito dice que ella “sabía que iba a tener algo que ver con ese negro”. El resto abarca los siete meses, aún lentos para esa época, en que mi padre tardó en darse por aludido.

Mi tía conoció a mi tío en la iglesia evangelista, luego de meses de duelo por un novio de varios años. Con el tiempo, mi tía y su actual esposo se hicieron amigos, es más: ella intentaba conseguirle novias… y en algún momento se consiguió a sí misma.

Durante toda mi infancia he recopilado un libro imaginario de historias de amor de la gente que conozco y me jacto de saber cómo se formó cada una de esas parejas —algunas ya no tan parejas— con el remoto y secreto proyecto de que, siguiendo un trabajo inductivo, pudiera arribar a una generalidad sobre ese misterioso clic, flash, boom, como quieran llamarle, en que dos personas se atraen. Nunca lo supe, y creo que hace mucho que perdí las esperanzas, así como la lira que acompañaba este blog. Sin embargo, si tenés alguna historia novelesca o esótica será bienvenida. Tal vez algún día, realmente publique ese libro.


domingo, 8 de junio de 2008

Mirar mucha tele hace mal

Como es sabido por el auditorio, este ámbito comenzó en principio con la idea de restituir o destruir el honor de ciertos candidatos bajo la égida del género “grandes biografías”. Hoy nos congrega el recordatorio de un excelso amante, amante de la soja y el maíz: el señor puro ranger de texas.

Puro debe su apodo a un chascarrillo familiar: conforme con su versión, su progenitora le decía que era puro pecho y puro trasero (menos refinado en la cita textual), y esta explicación me fue confesada en el segundo convite. Más allá de lo campechano del apodo, era un definitivo presagio de su personalidad íntegra. La comunidad toda debe su más ilustre admiración a estos eminentes personajes.

Una noche habíamos ido a una posada con una amiga a tomar una caña hasta que un parroquiano ató su Ford Ranger en el valet del recinto. Abrió las puertas de par en par y avanzó taconeando con sus botas tejanas en dirección al pulpero. Un par de miradas fulminantes y, acto seguido, me sacó a bailar una piecita.

Luego de algunas rancheras, convenimos en reencontrarnos en el porvenir, en la puerta del Jockey Club, lunes, 6 de la tarde.

El día señalado, Puro llegó puntual y se mostró molesto por mi retraso de cinco minutos, no obstante, no hubo paz que un beso apasionado no pudiera restablecer. Nos sentamos en la vereda del Pizza Piazza y un chico de la calle se acercó a la mesa con un ramillete de rosas. Previendo la oportunidad de poner en evidencia su hombría, sacó la billetera y ostentando un billete de Bartolomé Mitre lo despidió diciendo: “tomá, compráte algo”, de pura compadrada nomás. No hubo mucho diálogo más allá de esto: hay efectos que pretenden ser románticos y motivan un “me olvidé que me tenía que ir a… un lado”.

Otro gesto emotivo fueron unos tres o cuatro llamados al celular (por esos momentos, uno de los primeros tango que relucían por la peatonal) de una persona a la que trataba con excesivo apego y de quien luego explicó: “es mi gorda”, léase: mi madre.

Quizá, lector, piense que vivo de efemérides y hay algo de razón en todo eso. Sólo que mirando TN, en donde pasan una y otra vez las mismas noticias bajo el rótulo última noticia, escuchaba que un joven pujante defendía con ímpetu el paro del campo y, brutalmente, me retrotrajo al episodio.

Moraleja: no salgas con alguien cuyo apodo sea “puro”.

Moraleja II: Si dice que la madre es “su gorda”: ¡go away!

Moraleja III: Si la tele pasa siempre lo mismo, ocurre que el texto pierde espesor y dejás de reflexionar.

martes, 13 de mayo de 2008

Lapso

Un lugar común de la opinión pública es que el día más melancólico de la semana es el domingo, el día de mayor cantidad de suicidios. A mi entender, no sólo se manifiesta como límite, fin, caída, muerte o “prelunes” sino que su peor lastre se debe a que es el día que más se auto pregona entre los ruidos urbanos. El domingo es ese día que más referencia hace sobre sí mismo.

Para empezar, mis nunca tan bien ponderados vecinos, que sacan el equipo al patio y nos deleitan con una serie de chamamés a eso de las ocho a.m, siguiendo con los mejores hits de Valeria Lynch y de Gilda- creo que la señora de casa opera por una suerte de identificación con la mujer despechada, hecho claramente vislumbrado en el énfasis que pone al cantar ciertas estrofas- y, para terminar, los mejores cincuenta temas de los palmeras en vivo.

Pero lo peor no es la invasión al oído ajeno sino que este domingo me transportaron a la rememoración de la edad de ¿oro?, hacia aquellos domingos en carpa cuando mi padre, privado de hijos varones, nos llevaba a mi hermana y a mí a pescar al Carcarañá como una suerte de sustituto de religión que no teníamos. Todo aquel que haya sido asiduo a los campings sabe que no podría ni remotamente sortear los estéreos con puertas abiertas al son de “los cartageneros”, mujeres que desensillaban heladeritas, manteles de hule y jarras naranja de taper, o con el off en la mano persiguiendo a los hijos entre las carpas; ni hacia la tarde, la transmisión del partido entre “seguro seguro, seguro metaalll,… galletitas y golosinas tyna!”, todo lo cual me producía esa angustia dominguera, vaya a saber por qué, entre el viaje de vuelta con el sol de mi lado del auto, las cañas con olor a pescado sin haber pescado, atravesadas entre los dos asientos abismando algo más que los dos asientos.

Entonces opté por salir a la calle pero, como era de prever, no hice más que reencontrármelo. Cerca del parque una calesita retro giraba al son de un ¿cassette? de Balá mientras algunos niños intentaban capturar la sortija. Fue entonces cuando entendí el rumor que el domingo me estaba narrando: me compré una nube rosa de azúcar y me senté a mirar a las tortugas del laguito, que sacaban la cabeza cada tanto, la escondían y la sacaban hasta que se hundían del todo.

lunes, 3 de marzo de 2008

Ser “beibo[1]”


“— Juan Carlos, ¿me querés?
—Y… estoy acá, Ana María”
Juan Pablo Geretto. Como quien oye llover

Queridos lectores: quería invitarlos a un minuto de reflexión, más bien a un llamado a la solidaridad sólo a los fines de alertar a la población respecto de una enfermedad epidémica que propaga cierto portador común que hemos dado en llamar los “beibo”.
Los “beibo” son un tipo particular de personas, aquellas a las que por dar una primera aproximación, cuando la invitamos a salir o cualquier evento— inclusive con toda nuestra vehemencia puesta en la cita— contestan: “yo no tengo problema”.
El beibo se camufla muy bien en sociedad. Lleva una vida plena, equilibrada, sostiene el éxito con facilidad, los amigos los recuerdan por… bueno, a veces los recuerdan. Son sumamente atentos, buenos anfitriones y utilizan perfectamente el protocolo pero en los casos más severos, cuando la beibidad no tiene remedio, se comunican exclusivamente mediante frases hechas del lunfardo o clichés como “es así” o “qué se le va a hacer”.
La actitud más corriente del beibo es forjarse una personalidad a imagen y semejanza de un collage logrado a fuerza de las conductas de los seres más carismáticos que lo rodean, pero en aquellos aspectos que no impliquen un riesgo, una elección o una exposición prolongada. No hay nada peor que un beibo sin memoria, porque suele adoptar como propias las opiniones de otro frente a él con total descaro, aunque es el primero en advertir “yo te lo dije” o dar lecciones de vida cuando alguien se equivoca, mete la pata o comete ese tipo de cosas que hacen a la existencia.
Beibo es universitario o cursa una carrera universitaria prestigiosa, sobre la que siempre alega que se trata de la más difícil; lo hace obligado por el mandato social y porque quiere ser independiente pero de algún modo se las arregla para terminar como súbdito de alguien a quien admira, relación que amerita el uso de un nosotros inclusivo en nombre de “la empresa” y despliega una concatenación de logros como parte de su curriculum excelso, con la patética salvedad de que ignora que nació con las cosas resueltas y piensa que se las arregló por su cuenta.
El beibo es ese tipo de personas que uno diría, “qué buen tipo, qué buena mina”, puesto que carece de rasgos sobresalientes, excepto la conformidad absoluta con todo. Las charlas con un beibo suelen ser monológicas, porque asiente permanentemente cual perrito de peluche en la guantera de un 504.
Beibo es un perfeccionista acérrimo y se jacta de eso. Todas las actividades que realiza son férreas, plenas de voluntad. Son el orgullo de su padre, un beibo de otra generación que lo ha disciplinado en la aceptación de ideas políticas descollantes y absolutas que se desarrollan en la mesa del domingo, ocasión que beibo-hijo/a jamás se pierde dado que se trata de la fuente semanal de recopilación de dictámenes que serán repartidos durante el resto de la semana en todo lugar adonde concurra.
La beibo-mujer suele ser recatada: se viste aniñadamente aún en su adultez y nunca encuentra un novio adecuado o tan perfecto como su padre. De manera que aleja todas las oportunidades sosteniendo que ella es despampanante, y que, por lo tanto, los hombres le temen. A partir de su segunda década de vida, colabora cada vez más con las actividades de su madre, a quien acompañará de un modo rastrero en las tareas domésticas e inclusive planearán vacaciones solas como dos viejas amigas.
Beibo-hombre no se preocupa antes de los treinta por conseguir una relación duradera. Sabe que por selección natural obtendrá a la mujer correcta, habilitada por su familia de alto linaje, y de la cual se enamorará por lo que los demás dicen de ella. Mientras tanto, en su escaso tiempo libre, puede llegar a conquistar a alguna mujer legitimada por sus amigos sólo para ocultar su inexperiencia o ese ‘secreto freak’ de carácter físico o moral que todo beibo esconde. En interacción, su machismo exacerbado le impide ver que los errores que cometen no son pura responsabilidad de la mujer de turno, condenada a una imperfección creciente por haberlo interpelado, al menos indirectamente, respecto de su carácter béibico. Lo cierto es que nunca pasa de la primera base: su gran oferta es la oportunidad de conocerlo, sacarte a pasear un par de veces y terminar la nunca consolidada relación antes de que se genere cualquier tipo de consecuencias o riesgos de compromiso sentimental. Pero como es un auténtico redentor, él no quiere lastimarte y te explica que eras casi lo que estaba buscando…casi.
Jamás se da por aludido de la vida, las cosas le pasan y, cuando se entera, las representa según el Plan Maestro que el destino diseñó para él. En definitiva, estos seres hacen honor a la actitud de “al cabo que ni quería” en lo que atañe a las relaciones amorosas, ya que el resto de las iniciativas son reguladas por el mercado y el consumo.
Como verán, no es nada fácil lograr la detección del mal a partir de esta sucinta descripción, sin embargo es importante empezar a generar conciencia en la población ya que el diagnóstico prematuro puede evitar no sólo que la enfermedad se propague, sino que avance en una misma persona.
Por favor, si tuviste la oportunidad de conocer a un beibo, llamá a las autoridades más cercanas que ellos te dirán qué hacer. Si tenés alguna inquietud, éste es un espacio donde podés formular tus preguntas y evacuar todas tus dudas. Desde ya, muchas gracias.




[1] Categoría gentileza MFB

lunes, 14 de enero de 2008

Cómo serle feliz a otro

RIMA XLVIII
 
    Alguna vez la encuentro por el mundo
        y pasa junto a mí:
    y pasa sonriéndose y yo digo
        ¿Cómo puede reír?
 
    Luego asoma a mi labio otra sonrisa
        máscara del dolor,
    y entonces pienso: “¡Acaso ella se ríe,
        como me río yo!”

Hoy me levanté abombada por el calor y vinieron a mi mente vaya a saber por qué gracia o desgracia de la memoria estos iluminados versos. ¡Oh, Gustavo Adolfo! En la escuela primaria nos enseñaron que esto era el amor y después de un día para el otro ¡tuto! ¡caca! ¡No leas esa bazofia! De pronto éramos demasiado grandes para Corín Tellado y Poldy Bird, de pronto nos dejaron desamparados ante este mundo adverso carente de romanticismo barato. Pero hete aquí que el excelso poeta Gustavo Adolfo ha regalado al mundo esta rima tan empíricamente comprobable, que una vez leída se me ha vuelto inolvidable y ha retornado como lo reprimido en momentos afines. ¿Quién no se ha cruzado con un/a ex y ha intercambiado esta conversación?:

— ¡Hola! Tanto tiempo ¿Cómo estás?

— ¡Feliz!

Donde feliz = feliz sin vos / con una pareja más linda y más inteligente, buena persona, caritativa dulce y comprensiva/ habiendo hallado el sentido de la vida y un rotundo bienestar permanente y encarnizado. De hecho, es indudable que se trata de una respuesta ensayada en el espejo, en la que una y otra vez se van intercambiando las variables de lo que le producirá mayor dolor al otro, cuando sea que te lo encuentres en el futuro, milagro de la revancha intensa y secretamente añorada.

O bien:

— Te mantenés bien

— ¿Vos sin embargo engordaste unos kilitos?

¿Alguna vez dialogaste tu rima de Bécquer? ¿Cuántas veces te viste sonriendo o diciendo que eras “feliz”?