martes, 13 de mayo de 2008

Lapso

Un lugar común de la opinión pública es que el día más melancólico de la semana es el domingo, el día de mayor cantidad de suicidios. A mi entender, no sólo se manifiesta como límite, fin, caída, muerte o “prelunes” sino que su peor lastre se debe a que es el día que más se auto pregona entre los ruidos urbanos. El domingo es ese día que más referencia hace sobre sí mismo.

Para empezar, mis nunca tan bien ponderados vecinos, que sacan el equipo al patio y nos deleitan con una serie de chamamés a eso de las ocho a.m, siguiendo con los mejores hits de Valeria Lynch y de Gilda- creo que la señora de casa opera por una suerte de identificación con la mujer despechada, hecho claramente vislumbrado en el énfasis que pone al cantar ciertas estrofas- y, para terminar, los mejores cincuenta temas de los palmeras en vivo.

Pero lo peor no es la invasión al oído ajeno sino que este domingo me transportaron a la rememoración de la edad de ¿oro?, hacia aquellos domingos en carpa cuando mi padre, privado de hijos varones, nos llevaba a mi hermana y a mí a pescar al Carcarañá como una suerte de sustituto de religión que no teníamos. Todo aquel que haya sido asiduo a los campings sabe que no podría ni remotamente sortear los estéreos con puertas abiertas al son de “los cartageneros”, mujeres que desensillaban heladeritas, manteles de hule y jarras naranja de taper, o con el off en la mano persiguiendo a los hijos entre las carpas; ni hacia la tarde, la transmisión del partido entre “seguro seguro, seguro metaalll,… galletitas y golosinas tyna!”, todo lo cual me producía esa angustia dominguera, vaya a saber por qué, entre el viaje de vuelta con el sol de mi lado del auto, las cañas con olor a pescado sin haber pescado, atravesadas entre los dos asientos abismando algo más que los dos asientos.

Entonces opté por salir a la calle pero, como era de prever, no hice más que reencontrármelo. Cerca del parque una calesita retro giraba al son de un ¿cassette? de Balá mientras algunos niños intentaban capturar la sortija. Fue entonces cuando entendí el rumor que el domingo me estaba narrando: me compré una nube rosa de azúcar y me senté a mirar a las tortugas del laguito, que sacaban la cabeza cada tanto, la escondían y la sacaban hasta que se hundían del todo.